Solemos pensar
que todas las agresiones provienen de un intento aniquilador por parte del atacante,
que la coacción ejercida procede de la inquina, del deseo de dañar, de lastimar
o menoscabar el ánimo, libertad o decisión del adversario. Esto es debido a que
en infinidad de ocasiones —y tenemos terribles ejemplos acontecidos a lo largo
de la historia más o menos cercana— hemos podido comprobar que los actos destructivos
son llevados a cabo como modo de suscitar obediencia y sumisión, enalteciendo
el poder de quien da rienda suelta a sus pulsiones más primarias, sometiendo a
aquel que discrepa de sus puntos de vista, lo cual posibilita al vencedor
quedar encumbrado en una posición de superioridad y dominio. Amparados en una
supuesta verdad los agresores hacen uso de la fuerza para asentar o acrecentar
su poder; de este modo la fuerza sustituye a la razón: quien obtenga el poder estará
en posesión de ella, llegando a quedar ambas confundidas. La necesidad de apropiarse
de forma completa de la razón empuja al empleo de la fuerza a aquellos que no
estén dispuestos a la reflexión, cuestión que obligaría a ciertas restricciones
o renuncias respecto a su cuota de razón, la cual queda consolidada como verdad
al ser eliminado el opositor. Fomentar el miedo es la maniobra mediante la cual
el agresor logra el silencio claudicante del agredido; y si no logra doblegarle
y hacerle entrar en (su) razón, al menos obtendrá su aquiescencia, habiendo
sido anulada la protesta por vías ajenas al diálogo y la compresión del semejante.
La necesidad de sostener a capa y espada una identidad apuntalada en la defensa
de unos ideales incuestionables, favorece e impulsa a empuñar el armamento con
que defender con fe ciega planteamientos que tienden a generar hordas y
manadas.
Sin embargo,
tras esta breve introducción, no son estas conductas dañinas las que quisiera
abordar con este escrito, sino aquellas que nada tienen que ver con el intento
de aplastar, silenciar o aplacar la voluntad del otro, más bien lo contrario.
Me refiero a aquellas con las que en tantas ocasiones me encuentro en consulta
en las que la ofensa, cometida de modo inconsciente e involuntario, es llevada
a cabo por el supuesto bien de aquel a quien se daña; es realizada con la pretensión
de ayudarle, animarle, reforzarle. Son frases del corte de “te tienes que
valorar más”, “con todo lo que tú vales parece mentira que no lo veas”; e
incluso “dile a tu psicólogo que te diga cómo tienes que valorarte más y aprender
a creer en tus capacidades”. Sin poner en duda la buena voluntad de quien emite
este tipo de mensajes cargados de ánimo y motivación, quiero aprovechar esta
oportunidad para aclarar ciertas cuestiones de suma importancia, habida cuenta
de que quien trae estos mensajes al consultorio está muy lejos de sentirse
beneficiado por ellos, siendo más un lastre que un alivio, llegando a generar
auténticos momentos de angustia, pesadumbre, impotencia y malestar. Y culpa,
por la absoluta imposibilidad de darles cumplimiento: “Me siento una carga por
no poder encontrar los ánimos que cualquier persona de la calle tiene”, es uno
de los modos de autodestrucción que adoptan quienes reciben este tipo de
mensajes de los cuales no pueden hacerse cargo.
Del mismo modo
que si nos encontráramos tirado en la calle a alguien a quien apreciamos, jamás
le retorceríamos la muñeca al levantarle del suelo para que así recobrara el
equilibrio, tampoco es lo más beneficioso para quien se encuentra en una
situación anímicamente frágil e inestable, que le arrastren hacia el ansiado
bienestar de modo forzado, por más que los mensajes sean pronunciados con la
mejor de las intenciones. Hemos de calibrar previamente si estas frases pueden
o no ser asumidas por quien lo está pasando mal, algo muy difícil de calcular:
el daño psíquico se resiste a la cuantificación. Si a una persona que no puede,
en una fase determinada de su existencia sostener su posición vital, se le
indica que así debiera ser, se le está empujando a un precipicio que suele ser
vivido con culpa y desesperación, al serle tal objetivo inalcanzable. Para los
cercanos, esta manifiesta incapacidad es motivo de enorme malestar, lo cual
genera conflictos y dificultades a aquellos que rodean a quien padece, de ahí
que la respuesta típica que suele esgrimir el agresor ante la protesta del
receptor es: “De verdad que no se te puede decir nada”. Sin entrar en las
disquisiciones que llevan a un sujeto a sentir este grado de padecimiento, sí
es de resaltar que encontrar ánimo y valoración puede llegar a ser una tarea muy
dificultosa.
Desde los
parámetros sociales y económicos, firmemente asentados en la producción y el
rendimiento, habría que poder. La fuerza, la entereza y el ánimo son actitudes
a desenfundar en todo momento. Sin embargo, no conozco ningún caso en que
alguien haya logrado salir de un estado depresivo a base de forzamiento, siendo
más bien la comprensión y la cercanía, maniobras destinadas a fomentar la
comunicación, lo que con el paso del tiempo han ido promoviendo leves variaciones
subjetivas en el modo de entender la realidad circundante y propia que permitan
encontrar otros modos de encararla. No estoy queriendo decir que sea positivo
para alguien que padece dejarle enclaustrado en su posición depresiva, sino que
si queremos realmente no echar más leña al fuego del sufrimiento psíquico, nos
replanteemos qué cosas alivian y cuáles no. Como en otro artículo apunté,
ayudar no es dar lo que creo que te vendrá bien, que en muchos casos queda
reducido a dar lo que tengo, lo que me sobra o lo que a mí me funcionó.
Si bien este
tipo de acciones son de orden muy diferente a las primeramente citadas, me
pregunto si no podrían ser catalogadas como agresión puesto que hieren a quien
las encaja, añadiendo un sufrimiento que, precisamente por la situación que
atraviesa, se hace complejo de sobrellevar. En una ocasión alguien que estaba
pasando por un proceso depresivo grave, me decía desconsoladamente que aunque
cumplía con sus obligaciones profesionales sentía que no rendía: “En ocasiones
no es cuestión de rendir. Con no rendirnos es más que suficiente”, contesté
impactado ante el hecho de que a pesar del gran esfuerzo que llevaba a cabo
cada día para desenvolverse en un trabajo de enorme exigencia, la presión se
viera reduplicada por la obligación de rendir.
A petición de
Albert Einstein, escribe Freud el artículo El
porqué de la guerra en el año 1932, en el que desarrolla los argumentos por
los cuales los seres humanos estamos condenados a la confrontación, haciendo
hincapié en el poder y la fuerza, inherentes al ejercicio de la violencia.
Llegando a la parte final de su exposición, aporta soluciones desde su posición
pacifista: “Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de
destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros.
Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra
la guerra.” Una cuestión se desprende de la premisa anterior: todo aquello que
atente contra estos lazos afectivos será abonar el terreno para el desarrollo
de la violencia. La exigencia ilimitada, el menosprecio de las capacidades y la
sobreprotección desmesurada en nada ayudan a afrontar las dificultades de la
vida. Serían, si ustedes me permiten, formas veladas de agresión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario