Páginas

CARDO BORRIQUERO

Los caminos certeros son mentira. De la ruta a la rutina no hay más que dos pasos y dos letras.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Sobre algunas formas veladas de agresión



Solemos pensar que todas las agresiones provienen de un intento aniquilador por parte del atacante, que la coacción ejercida procede de la inquina, del deseo de dañar, de lastimar o menoscabar el ánimo, libertad o decisión del adversario. Esto es debido a que en infinidad de ocasiones —y tenemos terribles ejemplos acontecidos a lo largo de la historia más o menos cercana— hemos podido comprobar que los actos destructivos son llevados a cabo como modo de suscitar obediencia y sumisión, enalteciendo el poder de quien da rienda suelta a sus pulsiones más primarias, sometiendo a aquel que discrepa de sus puntos de vista, lo cual posibilita al vencedor quedar encumbrado en una posición de superioridad y dominio. Amparados en una supuesta verdad los agresores hacen uso de la fuerza para asentar o acrecentar su poder; de este modo la fuerza sustituye a la razón: quien obtenga el poder estará en posesión de ella, llegando a quedar ambas confundidas. La necesidad de apropiarse de forma completa de la razón empuja al empleo de la fuerza a aquellos que no estén dispuestos a la reflexión, cuestión que obligaría a ciertas restricciones o renuncias respecto a su cuota de razón, la cual queda consolidada como verdad al ser eliminado el opositor. Fomentar el miedo es la maniobra mediante la cual el agresor logra el silencio claudicante del agredido; y si no logra doblegarle y hacerle entrar en (su) razón, al menos obtendrá su aquiescencia, habiendo sido anulada la protesta por vías ajenas al diálogo y la compresión del semejante. La necesidad de sostener a capa y espada una identidad apuntalada en la defensa de unos ideales incuestionables, favorece e impulsa a empuñar el armamento con que defender con fe ciega planteamientos que tienden a generar hordas y manadas.

Sin embargo, tras esta breve introducción, no son estas conductas dañinas las que quisiera abordar con este escrito, sino aquellas que nada tienen que ver con el intento de aplastar, silenciar o aplacar la voluntad del otro, más bien lo contrario. Me refiero a aquellas con las que en tantas ocasiones me encuentro en consulta en las que la ofensa, cometida de modo inconsciente e involuntario, es llevada a cabo por el supuesto bien de aquel a quien se daña; es realizada con la pretensión de ayudarle, animarle, reforzarle. Son frases del corte de “te tienes que valorar más”, “con todo lo que tú vales parece mentira que no lo veas”; e incluso “dile a tu psicólogo que te diga cómo tienes que valorarte más y aprender a creer en tus capacidades”. Sin poner en duda la buena voluntad de quien emite este tipo de mensajes cargados de ánimo y motivación, quiero aprovechar esta oportunidad para aclarar ciertas cuestiones de suma importancia, habida cuenta de que quien trae estos mensajes al consultorio está muy lejos de sentirse beneficiado por ellos, siendo más un lastre que un alivio, llegando a generar auténticos momentos de angustia, pesadumbre, impotencia y malestar. Y culpa, por la absoluta imposibilidad de darles cumplimiento: “Me siento una carga por no poder encontrar los ánimos que cualquier persona de la calle tiene”, es uno de los modos de autodestrucción que adoptan quienes reciben este tipo de mensajes de los cuales no pueden hacerse cargo.

Del mismo modo que si nos encontráramos tirado en la calle a alguien a quien apreciamos, jamás le retorceríamos la muñeca al levantarle del suelo para que así recobrara el equilibrio, tampoco es lo más beneficioso para quien se encuentra en una situación anímicamente frágil e inestable, que le arrastren hacia el ansiado bienestar de modo forzado, por más que los mensajes sean pronunciados con la mejor de las intenciones. Hemos de calibrar previamente si estas frases pueden o no ser asumidas por quien lo está pasando mal, algo muy difícil de calcular: el daño psíquico se resiste a la cuantificación. Si a una persona que no puede, en una fase determinada de su existencia sostener su posición vital, se le indica que así debiera ser, se le está empujando a un precipicio que suele ser vivido con culpa y desesperación, al serle tal objetivo inalcanzable. Para los cercanos, esta manifiesta incapacidad es motivo de enorme malestar, lo cual genera conflictos y dificultades a aquellos que rodean a quien padece, de ahí que la respuesta típica que suele esgrimir el agresor ante la protesta del receptor es: “De verdad que no se te puede decir nada”. Sin entrar en las disquisiciones que llevan a un sujeto a sentir este grado de padecimiento, sí es de resaltar que encontrar ánimo y valoración puede llegar a ser una tarea muy dificultosa.

Desde los parámetros sociales y económicos, firmemente asentados en la producción y el rendimiento, habría que poder. La fuerza, la entereza y el ánimo son actitudes a desenfundar en todo momento. Sin embargo, no conozco ningún caso en que alguien haya logrado salir de un estado depresivo a base de forzamiento, siendo más bien la comprensión y la cercanía, maniobras destinadas a fomentar la comunicación, lo que con el paso del tiempo han ido promoviendo leves variaciones subjetivas en el modo de entender la realidad circundante y propia que permitan encontrar otros modos de encararla. No estoy queriendo decir que sea positivo para alguien que padece dejarle enclaustrado en su posición depresiva, sino que si queremos realmente no echar más leña al fuego del sufrimiento psíquico, nos replanteemos qué cosas alivian y cuáles no. Como en otro artículo apunté, ayudar no es dar lo que creo que te vendrá bien, que en muchos casos queda reducido a dar lo que tengo, lo que me sobra o lo que a mí me funcionó.

Si bien este tipo de acciones son de orden muy diferente a las primeramente citadas, me pregunto si no podrían ser catalogadas como agresión puesto que hieren a quien las encaja, añadiendo un sufrimiento que, precisamente por la situación que atraviesa, se hace complejo de sobrellevar. En una ocasión alguien que estaba pasando por un proceso depresivo grave, me decía desconsoladamente que aunque cumplía con sus obligaciones profesionales sentía que no rendía: “En ocasiones no es cuestión de rendir. Con no rendirnos es más que suficiente”, contesté impactado ante el hecho de que a pesar del gran esfuerzo que llevaba a cabo cada día para desenvolverse en un trabajo de enorme exigencia, la presión se viera reduplicada por la obligación de rendir.

A petición de Albert Einstein, escribe Freud el artículo El porqué de la guerra en el año 1932, en el que desarrolla los argumentos por los cuales los seres humanos estamos condenados a la confrontación, haciendo hincapié en el poder y la fuerza, inherentes al ejercicio de la violencia. Llegando a la parte final de su exposición, aporta soluciones desde su posición pacifista: “Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra.” Una cuestión se desprende de la premisa anterior: todo aquello que atente contra estos lazos afectivos será abonar el terreno para el desarrollo de la violencia. La exigencia ilimitada, el menosprecio de las capacidades y la sobreprotección desmesurada en nada ayudan a afrontar las dificultades de la vida. Serían, si ustedes me permiten, formas veladas de agresión.

No hay comentarios: