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CARDO BORRIQUERO

Los caminos certeros son mentira. De la ruta a la rutina no hay más que dos pasos y dos letras.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Mejor imposible




Cada vez que nos es impuesta la idea de lo mejor nos vemos confrontados a una situación insostenible en la que confluyen una serie de premisas: en primer lugar, para que haya lo mejor, ha de haber irremediablemente algo peor, colocado en inferioridad, en menoscabo, en disminución, quedando constituido un ordenamiento jerárquico en base a unos principios; en segundo lugar, no puede haber lo mejor sin la competencia, la lucha y la rivalidad; en tercer lugar, para que haya lo mejor, ha de ser erigido un legislador que instituya qué es lo mejor y lo que no lo es, y defienda su posición con determinación, sin temblor ni duda: está en posesión de la verdad porque conoce los parámetros y el modo de medir.
La búsqueda de lo mejor obliga por lo tanto de modo implícito a acatar dichas premisas sin las cuales no se sostendría la cuestión, premisas que fortalecen y benefician un discurso social que prima el consumo, el combate, la inconformidad y las ansias de grandeza. A tal punto ha calado este discurso de lo mejor que quien no participe de esta carrera sinsentido no podrá acceder a las anheladas cuotas de popularidad, las cuales son rentabilizadas en el plano económico: lo mejor hay que pagarlo.
Si bien es cierto que para gustos, colores, que sabemos que no es factible reducir la gama de posibilidades a la regulación absoluta, sí parece creciente la tendencia a quedar ajustados a los estándares que marcan lo deseable, enmarcándonos en las directrices que nos encarrilen en la dirección propicia que nos aproxime a lo magnánimo. Haciendo la concesión de eludir lo más propio en aras al cumplimiento de lo reglamentado, cedemos lo más personal e irreductible a cambio de una normalización sobreadaptada.
El psicoanálisis contradice todas estas premisas, quedando por lo tanto fuera de los márgenes del consumo: importa lo de uno. Cada una de las soluciones encontradas por el sujeto para sostener su precario equilibrio son consideradas invenciones dignas a tener en cuenta, y por más que se promulgue desde los estamentos oficiales un modo mejor o más correcto de estar en sociedad, un modo mejor de ser ciudadano, o padre o madre, o analista o analizante, para el psicoanalista lo verdaderamente valioso es lo que cada cual porta, produce, dice, revela. A los sujetos hay que tomarlos uno por uno, porque sus decires son inetiquetables, propios y valiosos en sí, demarcación de su subjetividad. La educación, la corrección, la pedagogía o la mejoría son materias que el psicoanalista no contempla: se apaña con lo que hay.
El intento de jibarizar la subjetividad para hacerla encajar en los moldes sociales produce una amputación que rebaja la autenticidad al estatuto de lo indeseable: “salirse de madre, sacar los pies del tiesto” son algunos de los modos con los que los analizantes se definen cuando comienzan a tomar en cuenta sus deseos más propios y en conexión con lo que les alegra la existencia. Pero el mecanismo de lo mejor, de hoja afiladísima, rebana cualquier atisbo de productividad en esta dirección puesto que ya hay otros con quienes siempre se perderá en la comparativa: mejores músicos, investigadores, cineastas, deportistas, escritores… El contenedor de lo desechable se abre entonces de par en par para que todos aquellos que queremos simplemente expandir la creatividad podamos arrojarnos a él sin contemplaciones: no somos lo suficientemente buenos, toda producción se queda corta, en nada, insuficiente, cuando es precisamente nuestra insuficiencia el mejor de los combustibles, pues proporciona el deseo de crecer, siempre y cuando cebe un motor adecuado. Si el máximo interés de la sociedad es producir al por mayor ciudadanos adaptados y obedientes, los mejores en resumidas cuentas, los del montón, el bulto, la mayoría, acabaremos creyéndonos el estiércol que abone sus inabarcables hectáreas de poder.

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