Cada vez que nos
es impuesta la idea de lo mejor nos
vemos confrontados a una situación insostenible en la que confluyen una serie
de premisas: en primer lugar, para que haya lo mejor, ha de haber
irremediablemente algo peor, colocado en inferioridad, en menoscabo, en
disminución, quedando constituido un ordenamiento jerárquico en base a unos
principios; en segundo lugar, no puede haber lo mejor sin la competencia, la lucha y la rivalidad; en tercer
lugar, para que haya lo mejor, ha de ser erigido un legislador que instituya qué
es lo mejor y lo que no lo es, y defienda su posición con determinación, sin
temblor ni duda: está en posesión de la verdad porque conoce los parámetros y
el modo de medir.
La búsqueda de
lo mejor obliga por lo tanto de modo
implícito a acatar dichas premisas sin las cuales no se sostendría la cuestión,
premisas que fortalecen y benefician un discurso social que prima el consumo,
el combate, la inconformidad y las ansias de grandeza. A tal punto ha calado
este discurso de lo mejor que quien no participe de esta carrera sinsentido no
podrá acceder a las anheladas cuotas de popularidad, las cuales son
rentabilizadas en el plano económico: lo mejor hay que pagarlo.
Si bien es
cierto que para gustos, colores, que sabemos
que no es factible reducir la gama de posibilidades a la regulación absoluta, sí
parece creciente la tendencia a quedar ajustados a los estándares que marcan lo
deseable, enmarcándonos en las directrices que nos encarrilen en la dirección
propicia que nos aproxime a lo magnánimo. Haciendo la concesión de eludir lo
más propio en aras al cumplimiento de lo reglamentado, cedemos lo más personal
e irreductible a cambio de una normalización sobreadaptada.
El
psicoanálisis contradice todas estas premisas, quedando por lo tanto fuera de
los márgenes del consumo: importa lo de uno. Cada una de las soluciones
encontradas por el sujeto para sostener su precario equilibrio son consideradas
invenciones dignas a tener en cuenta, y por más que se promulgue desde los
estamentos oficiales un modo mejor o más correcto de estar en sociedad, un modo
mejor de ser ciudadano, o padre o madre, o analista o analizante, para el
psicoanalista lo verdaderamente valioso es lo que cada cual porta, produce,
dice, revela. A los sujetos hay que tomarlos uno por uno, porque sus decires
son inetiquetables, propios y valiosos en sí, demarcación de su subjetividad.
La educación, la corrección, la pedagogía o la mejoría son materias que el
psicoanalista no contempla: se apaña con lo que hay.
El intento de
jibarizar la subjetividad para hacerla encajar en los moldes sociales produce
una amputación que rebaja la autenticidad al estatuto de lo indeseable: “salirse
de madre, sacar los pies del tiesto” son algunos de los modos con los que los
analizantes se definen cuando comienzan a tomar en cuenta sus deseos más
propios y en conexión con lo que les alegra la existencia. Pero el mecanismo de
lo mejor, de hoja afiladísima, rebana cualquier atisbo de productividad en esta
dirección puesto que ya hay otros con quienes siempre se perderá en la
comparativa: mejores músicos, investigadores, cineastas, deportistas,
escritores… El contenedor de lo desechable se abre entonces de par en par para
que todos aquellos que queremos simplemente expandir la creatividad podamos
arrojarnos a él sin contemplaciones: no somos lo suficientemente buenos, toda producción
se queda corta, en nada, insuficiente, cuando es precisamente nuestra insuficiencia
el mejor de los combustibles, pues proporciona el deseo de crecer, siempre y
cuando cebe un motor adecuado. Si el máximo interés de la sociedad es producir
al por mayor ciudadanos adaptados y obedientes, los mejores en resumidas
cuentas, los del montón, el bulto, la mayoría, acabaremos creyéndonos el estiércol
que abone sus inabarcables hectáreas de poder.
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