Quien ama sufre; quien
no puede amar, enferma. (S. Freud)
El amor —así como la capacidad de
trabajar— es una de las soluciones descritas por Freud como esenciales para contrarrestar
el sufrimiento neurótico, al lograr hacer pasar la pulsión autoerótica por la
figura idealizada del Otro, configurando con esta maniobra un itinerario para
el deseo de orden sexual, pudiendo así abandonar el bunker de la satisfacción narcisista
autocomplaciente la cual queda transformada en libido objetal: una satisfacción
que se obtiene del intercambio con lo exterior. Este pasaje no implica que quede
exento de poder producir efectos nocivos para el sujeto que quede sometido a la
entrega amorosa, puesto que en primer lugar para acceder al campo del amor hemos
de asumir previamente (primer punto nocivo) la falta en ser—aceptar en suma que
algo ha de faltarnos para entrar en el circuito de lo amoroso, esto es, que
estamos sujetos a la castración—, puesto que algo de lo que carecemos es
compensado por la persona amada quien nos devuelve una imagen idealizada de
completud, gracias a su mirada desprovista de crítica debido a los efectos hipnóticos,
narcóticos y hasta psicodélicos que el enamoramiento induce; vemos de entrada
que amar y ser amados nos arroja a situaciones en extremo delicadas, algunas de
las cuales vamos a intentar desplegar con escueta brevedad en este escrito.
Ser amado por alguien, implica
quedar confrontados con la idea que desde el exterior se proyecta en nosotros:
la imagen idealizada de quien se espera que seamos, que en ocasiones hay que
representar con exactitud, de ahí que Lacan escribiera “porque te amo te
mutilo”. Recorte necesario para que el amado calce el número exacto en el cual
el amante necesita que encaje para que la relación amorosa eche a andar. Y es
que cuando alguien nos quiere, nos quiere para algo, aunque esta cuestión quede
por lo común erradicada de nuestro pensamiento consciente. No somos queridos
porque sí (segundo punto nocivo); algo tenemos que hacer. Perdemos para
recuperar, pero no sin pagar un precio.
Ser amado es ser elegido, con
condiciones. Lo cierto es que no amamos a cualquiera: el amado o la amada han
de responder a unas determinadas coordenadas (antropomórficas, económicas, étnicas,
académicas, de status…) en ocasiones de marcado carácter inconsciente. Esto es
así porque el discurso del Otro ha operado un filtrado en lo que ha de ser de
nuestro interés, preconfigurando un deseo en apariencia libre de impurezas (si
bien es cierto que las partículas procedentes de lo externo inmediato conforman
la práctica totalidad de lo que somos como sujetos deseantes). La amorosa idea
que sustenta el vínculo ni brota de la nada ni permanece suspendida de un
alambre en el vacío; suele haber sido construida a partes iguales entre lo que
el amado proyecta como su propio ideal, así como lo que el amante supone que el
amado debe ser para que el enlace libidinal continúe aportando flujo al cauce afectivo.
La idea de llegar a convertirnos
en todo aquello que se espera que seamos, para que el amor pueda sostenerse en
el tiempo, implica de entrada un reto paradójico: incita a los amantes a asumir
el forzamiento no solo de encajarse en lo que se espera de cada uno de ellos en
la actualidad, sino de ser en el futuro (tercer punto nocivo) quienes en inicio
no eran. Si los intereses cambian, si las fuerzas flaquean, si la economía se
descalabra, si nuestra apariencia se deteriora, el amor acabará tambaleándose
inexorablemente. Si los ideales socioculturales cambian, más aún. Por otro
lado, la quietud mata el amor. Para colmo de la pirueta.
Sostener el amor en el tiempo
implica que ambos ideales —los del amante y del amado— fluctúen si no al
unísono, sí en equilibrada coordinación. Demasiada inclinación en uno de los postes
que sostienen el endeble hilo del amor, puede hacer que se rompa. Por otro
lado, y no menos crucial: la rigidez anquilosada no favorece la continuidad de
las relaciones de pareja, puesto que irremediablemente el proceso ha de estar
en continua evolución. Al fin y al cabo, adaptarse a los movimientos tectónicos
—de carácter sísmico en ocasiones— de la sociedad en que se vive, está
implicado en la supervivencia de la especie. La base donde se asiente la unión
afectiva no puede ser ni hormigón armado ni barro en descomposición, ni
demasiado sólida e inamovible ni demasiado elástica. Los movimientos sociales y
culturales que impactan en los ideales sobre los que se asienta el fundamento
de lo que es idóneo para la supervivencia y bienestar del sujeto —y por ende,
la especie— cambian con gran aceleración. Para que la relación amorosa resista
los embates que genera la ola de cambios y novedades, algo ha de mantenerse
constante y sólido en un mundo en fluctuación líquida que varía sus coordenadas
a velocidad de vértigo. Lo obsoleto es algo que nos pisa los talones cada día a
menor distancia. Es precisamente la obsolescencia una de las claves que
dinamizan la economía actual: lo nuevo es viejo en el mismo momento de
adquirirlo. Pierde valor en cuanto pasa por caja. Tener no basta: el
inconformismo actual insta a tener más, a ansiar (cuarto punto nocivo) lo novedoso.
Quien retiene es vintage, antigualla desfasada, conformista. Quedarse con lo que
se tiene, suena a rancio.
Sabemos que amar a alguien no es
prueba irrefutable de querer el bien para el amado, puesto que el carácter
obsesivo hace amar obsesivamente, el histérico histéricamente, etc. Aunque la
clínica corrobora esto y nos confirma a diario que muchos enlaces se sostienen
en torno al sadomasoquismo, supongamos en un alarde de optimismo que querer a alguien
implicara siempre desear su bien, esto es, que se convirtiera en todo aquello
que en el fondo de su ser anhela. Dada por buena esta suposición, percibimos de
modo inmediato que lo amoroso atenta contra el mal que impele la pulsión
(quinto punto nocivo), en constante repetición: los mismos objetos consolidando
a perpetuidad un circuito cerrado, lo cual aqueja al sujeto que padece de su
propia cerrazón. Por otro lado, el síntoma que busca dar a ver que algo de lo
que no ha logrado entrar en la red de lo simbólico, que no logra penetrar en el
dispositivo de la palabra y construir discurso que pueda ser intercambiable
mediante el lazo social, daña al sujeto; al tiempo que proporciona a quien
padece una satisfacción inconsciente. La pulsión tiende a la repetición; el
síntoma muestra una faz de sufrimiento de la que no se va a desprender sin
lucha. Y el amor, pulsión de vida, entretanto busca perdurar en el tiempo
cuando, por lo que acabamos de destacar, esta posibilidad queda obstaculizada
por el síntoma, que muestra un malestar anclado en el que se regodea
inconscientemente, y la pulsión engranada a él, que no quiere saber nada del
exterior, atascada en la rotonda con sus propios baches y bordillos, girando
ensimismada en la eterna plazoleta de lo malo conocido.
Amar por lo tanto implica aceptar
la incompletud, la falta, que somos seres castrados; que el amante no nos quiere
para nada, sino para algo, que además desconoce; que para que el amor perdure,
habremos de cambiar, tarde o temprano, irremediablemente hacia no se sabe dónde;
que lo novedoso es algo fomentado por la sociedad transformando a la pareja de
larga duración producto en desuso que se aproxima a marchas forzadas a la fecha
de caducidad; que la pulsión quiere lo mismo, idénticos objetos a los que no
renuncia con facilidad: no admite cambio; que el síntoma que el amante desea
erradicar de nuestra persona porque nos procura un sufrimiento sintomático no
cede sin plantar cara y luchar a brazo partido por perpetuarse y seguir
reclamando su porción de atención.
En este mar de contradicciones se
plantea como solución para el sujeto el ideal amoroso como una de sus máximas
aspiraciones individuales: a rebufo por supuesto de tener un trabajo, un
teléfono móvil y un coche. Y esto, además, sin aportar al amado-amante un
mínimo de conocimientos sobre lo que su amor está fundamentado: la propia
historia fantasmática, donde enraíza el ideal del amor y su posición sexuada.
Según las últimas estadísticas de
cifras de divorcios en nuestro país, en creciente progresión geométrica, en
esta tempestad hemos todos de mantenernos a flote, agarrados al tablón de la
ilusión que, como Freud vaticinó hace más de un siglo, se nos muestra en la
actualidad con el porvenir algo ennegrecido. El psicoanálisis en ciento veinte
años ha ido pudiendo poner un dique de contención a todo este temporal. Aquellos
que lo amamos sabemos de lo trabajosa que es su disciplina y de lo nublado de
su panorama, acosado siempre por los intereses de los de siempre. Aun así, el
idilio continúa.
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