¿Por
qué cura la palabra?
En numerosas ocasiones he escuchado decir
a mis pacientes, sobre todo en el transcurso de las primeras sesiones, que no
entendían el motivo de tener que hablar sobre lo que les pasa, puesto que nada
puede aportar reincidir sobre sucesos acaecidos ya que el hecho de relatarlos
no va a servir en absoluto para modificar lo que pasó. De hecho, miradas las
cosas desde esta perspectiva, incluso se estaría ahondando en el malestar al meter
el dedo en la llaga abierta de los recuerdos dolorosos. Esta más que justificada
queja, que puede salpicar de dudas los cruciales momentos iniciales en los que
se empieza a asentar la relación, me posibilita abordar de manera aclaratoria y
concisa algunos aspectos referidos a lo que el trabajo clínico comporta.
La palabra es curativa por múltiples
motivos, es por esto que Bertha Pappenheim más conocida por el sobrenombre de
Anna O, paciente de Freud, llamara talking
cure (charla que cura) al modo de trabajo que tenía lugar en sus encuentros
vieneses.
El lazo que se construye por
intermediación de la palabra no solo establece conexión entre quien escucha y
quien habla, analista y analizante, sino entre este último y sí mismo. Es el
despliegue del discurso lo que permite el surgimiento de esa parte rechazada de
nosotros con la que noche y día convivimos, en ocasiones con extrema
dificultad. Cuando la escucha es enfocada hacia esa palabra portadora de la
verdad alojada en lo inconsciente, que en su aparición revela algo de lo que
nos define como sujetos, es posible hacer tambalear las estructuras donde se
aloja el síntoma. Para que esto tenga lugar se hace imprescindible consentir
que la palabra diga sin cohibiciones lo que tenga que decir, traiga lo que
tenga que traer, para que pueda manifestarse en toda su extensión. Es
función del profesional no hacer de su lugar un obstáculo a esta aparición, ya
sea con sus prejuicios, ideas preestablecidas o su posición de saber. La
escucha, que no tiene por qué ser silenciosa aunque sí permisiva respecto al discurrir
del analizante, ha de hacer surgir lo que en su núcleo contiene.
Uno de los efectos producidos por el
trabajo clínico es el sentimiento de extrañeza que se produce en el analizante,
cuando expresa: “No sé por qué te estoy contando esto”. A partir de este
momento se genera un intenso trabajo de búsqueda y memorización como intento de
recuperar el hilo extraviado, de retrotraerse a los emplazamientos seguros, a los
cuarteles de invierno como solía decir una paciente. La represión habrá salido
triunfal si tal hilo es recobrado. Desde mi punto de vista la frase arriba
citada es la prueba irrefutable de que lo que se está poniendo de manifiesto
en el preciso instante en que se pierde pie, va más allá del atrincheramiento
consciente que nos protege y que al exterior queremos mostrar: nos hemos salido
de los parámetros que nos aprisionan y que también nos constituyen; algo venido
de otro lugar ha hecho aparición agrietando lo preconfigurado, cobrando
protagonismo: se ha puesto en acto la otra escena. Es en ese punto de
desasosiego, producido por el hecho de perder el hilo discursivo, cuando nos
aproximamos a lo diferente. Que la palabra fluya con libertad, aunque sepamos
que esta libertad está coartada y asediada por condicionantes estrictos,
permitirá que se muestre a la intemperie el basamento que sostiene el
sufrimiento de quien acude a consulta. Es por este motivo que me haya
encontrado también en numerosas ocasiones con que el analizante pone en mi boca
palabras que él mismo ha pronunciado: “Como tú dices…” Tiene razón en parte: si
él no ha sido quien ha dicho eso que ha escuchado que se decía en el
consultorio, habrá tenido que ser el otro. ¿A quién atribuir pues esas
palabras? Efectivamente es otro quien dice, otro que pugna por ser escuchado
pero que anida en nuestro interior. Es la transferencia el folio donde ha
quedado inscrito ese decir, folio de doble cara.
Retomando el párrafo inicial, y dando
relevancia al enunciado de que de nada sirve decir si esto no va a cambiar las
cosas, es clave aclarar que lo que pasó siempre viene encuadrado en un modo de
ver el mundo, afectado por el brillo, color, suciedad, arañazos o malformaciones
del cristal con que se mira. Es a esto a lo que solemos llamar la verdad, a lo
que nuestro psiquismo denomina con contundencia “lo que pasó”. No podemos
obviar sin embargo, que las verdades que sostuvimos con absoluta credibilidad y
convicción —donde a veces quedamos convictos— en nuestra juventud o nuestra
niñez, con el paso de los años han sufrido variaciones, transformaciones, e
incluso derrumbe y desescombro. Entender que aquello que nos causa penar tiene
que ver con un modo de ver las cosas es capital para aceptar que hay algo que
se puede hacer con aquello que nos está dificultando la existencia. Labrar con
el afilado canto de la pala de la palabra quizá abra camino hacia otros rumbos de
carácter menos sintomático.
La inocente risa desprendida de las
bocas de niños y mayores al entender un chiste, quizá tenga que ver con la
liberación que nos produce desprendernos de los significados petrificados a los
que se adhieren las palabras. El desasimiento liberador que produce ver de otra
manera la misma realidad genera un efecto agradable, jubiloso.
-Toc,
toc.
Se
abre la puerta.
-“¿Usted
quién es?”
-“Soy
paraguayo. Y vengo para casarme con su hija”.
-“¿Para
qué?”
-“Pa-ra-gua-yo”.
Por fortuna, siempre nos quedará el
humor y la poesía, cimientos en que se apoya la escucha psicoanalítica. Palabras
que atenúan nuestro padecer.
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