En resumen, una pérdida en términos económicos (siempre y cuando entendamos la economía en su cuantía monetaria) que repercute en una ganancia en términos de tiempo (siempre y cuando entendamos el tiempo en cuanto a medición horaria). Bien es cierto que, como nos ha enseñado el psicoanálisis, no hay mayor pérdida de tiempo que la repetición sintomática al infinito. Ahorrar tiempo —y pagar por ello— para ir a un lugar al que por voluntad propia no hemos elegido ir ¿podría ser catalogado como ganancia? En el tiempo del corta y pega, del dar al me gusta, del comparto, llevar a cabo este tipo de reflexiones también pudiera ser considerado por algunos una pérdida de tiempo, así que prosigamos con premura.
La argucia semántica para perpetuar la cuestión que nos atañe, el peaje, suele estar fundamentada en que el dinero recaudado se destina normalmente a financiar la construcción y mantenimiento de infraestructuras viarias (carreteras, túneles, canales de navegación o puentes). De este modo la pérdida sería asumida de buen grado por el contribuyente, pues repercutirá a su favor en un lapso de tiempo más o menos breve: en cuanto sea recuperada la nimia inversión inicial, podremos seguir pagando las facilidades brindadas por los poseedores del paso de carruajes; por otro lado expertos en barreras.
El tránsito en que todos estamos inmersos implica un dispendio, por lo tanto. Hemos de perder para poder andar, por elevarnos de la posición horizontal y abandonar el gateo, y así soltarnos de nuestros mayores. Caería dentro de lo ilógico plantear la posibilidad de llevar a cabo movimiento alguno sin que viniera acompañado de una pérdida de energía.
Ahora bien, los constructores diseñan las vías sobre la premisa de que ha de ser por ahí por donde los transeúntes deseen pasar, y persistan en esta voluntad durante años, único modo de rentabilizar las inversiones. Se ven por lo tanto en la tesitura de influir en ellos para causar la necesidad, alimentarla, promoverla y excitarla, exaltando las virtudes del paradero, de la vía, del viaje. Inflamando nuestro campo de visión desde las vallas publicitarias, invadiendo nuestro imaginario con mensajes reflectantes que resaltan la bondad del tránsito promovido, se puede llegar a influir hasta tal punto en el viajero que este, amputado de su albedrío, arrojado a un sonambulismo al que finalmente consiente, goza del arrastre, llegando incluso a agradecer de buen grado la obligación de contribuir.
Creer con fe ciega en el constructor fuerza a desechar nuestras más íntimas necesidades, nuestros anhelos más personales. En aras a un ahorro de tiempo o a un beneficio común, nos vemos incitados a una desubjetivación, a un desprendimiento de aquello que nos define como sujetos: nuestro deseo (no el surgido por la agitación proveniente de las efervescentes proclamas del otro). Y este es el peaje mayor que hemos de pagar, el no habernos atrevido a pronunciar las palabras que concreten las coordenadas de nuestro rumbo a seguir. No nos quejemos entonces por lo atestado del punto de llegada. Ni de los atascos en el camino. Por supuesto, allí —el lugar de las virtudes, el oasis, el súmmum de lo paradisíaco—, tendremos que pagar por aparcar. Aunque mal de muchos…
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