Solemos tener asociada la idea de
esclavitud a grilletes de tobillos ensangrentados, látigo desollando espaldas, galeras
de remeros en hileras interminables o húmedas mazmorras atestadas de ratas. Estas
imágenes extraídas de los libros o el cine contrastan con la realidad que la
esclavitud está tomando en los tiempos actuales. Si bien el amo de la
antigüedad se arrogaba el derecho a disponer a su voluntad de sus posesiones
humanas, pudiendo traficar con ellas como un producto desprovisto de
subjetividad, el amo actual ha llevado a tal refinamiento su potencial, ha
pulido en tal grado su capacidad de ejercer el poder que el esclavizado —en un
malabar sin precedentes— puede llegar a ni siquiera anoticiarse de la pérdida
de libertad que en su ser está teniendo lugar. A tales extremos alcanza la
manipulación.
Hoy en día los mecanismos para
someter a enormes cantidades de sujetos no hacen un uso ostensible de la fuerza
bruta, los deseos no son coartados mediante la imposición directa. La sugerencia
persuasiva reiterada producida por la publicidad exhaustiva incide en los
sujetos de la modernidad generando un desasosiego que les arrastra por millares
hacia lugares donde poder apaciguar someramente sus ansias identitarias y
pulsionales. Para permanecer dentro de los estándares sociales se hace ahora
imprescindible aprovechar las oportunidades que el amo social brinda cada
cierto tiempo al populacho en forma de ofertas y rebajas, con la consabida
peregrinación a los centros comerciales, sustitución de otros rituales que van
cayendo en desuso, pero que también proveían al individuo de coordenadas concretas
en las que ubicarse.
La devastación del tejido ético,
el aniquilamiento del sistema educativo (que ataca con ferocidad de perro de
presa a la literatura y a la filosofía, no digamos a otras disciplinas como el
psicoanálisis, la música o el deporte), la incitación al consumo y el fomento
de la superficialidad, conforman un sistema diseñado con la intención de
desposeer al sujeto de cimientos sobre los que edificarse. No habiendo sujeto
construido, difícilmente podrá rebelarse contra la obligatoriedad de tener que
contribuir. El contribuyente puede poner impedimentos para pagar los impuestos,
sin embargo, otras imposiciones más sutiles no despiertan en el pagador tanta
resistencia.
La incitación a las compras bajo
el lema de oferta-rebaja es una maniobra mucho más sagaz de lo que de un simple
golpe de vista pudiera parecer. Aprovecharse de un descuento toca un aspecto
esencial del ser humano: la ganancia. Poco importa que el producto adquirido no
estuviera entre los bienes deseados, lo crucial del asunto es la sensación de
haber extraído al amo del poder, al fabricante las posesiones tangibles, un
pedazo de su magnanimidad, un jirón de su soberanía. Inducidos por este reclamo
con tintes de donación puntual como gesto de esplendidez, no dudamos en
dejarnos arrastrar a estos oasis de goce donde apacentar nuestras ansias de
bienestar. Lejos de lograr sustraer el más leve pedazo de majestuosidad al
poseedor de los materiales, acumulamos cosas que luego desbordarán nuestros
trasteros, no quedando más remedio que tener que alquilar uno supletorio que
habremos de pagar a plazos.
Si buscamos en el diccionario la definición
de esclavo (que si en su primera acepción se refiere a la persona que carece de
libertad, en la segunda habla del sometido a un deber, pasión o afecto),
habremos de preguntarnos hacia dónde nos estamos dirigiendo con esta
disquisición sobre la esclavitud. Contemplada la libertad como el reconocimiento
de nuestros deseos más íntimos, así como la valoración que a dichos deseos
otorgamos, poniendo ímpetu para su consecución, para hacer del libre un esclavo
solo habremos de socavar la esencia de dichos deseos, además de su voluntad
para realizarlos. Si donde pudiera haber deseo, se nos ceba con un objeto con
apariencia de poder; si donde pudiera haber ímpetu, se nos apacenta con
sedentarismo, entonces quedarán todas las hectáreas sembradas de conformidad. Luego
a cosechar. Y entonces asumiremos, tan rápido como un parpadeo, como nuestra la
culpa de las restricciones municipales impuestas debido a la contaminación (aunque
se nos haya influido a tener que comprar un coche y desde los organismos
pertinentes se resistan a abaratar el precio del transporte público) o del paro
(porque no hemos entendido que en la actualidad hay que reciclarse y aceptar
cierta movilidad —incluso transnacional—en el ancho campo laboral).
Una vez que se ha instigado al
individuo a dimitir de su capacidad de elegir y de pensar, de llevar la
contraria, de desear aquello que está en conexión con su subjetividad (y no lo
que se nos impone como objeto a devorar, señuelo de deseo) queda allanado el
camino para que sean otros los que se eleven desde sus púlpitos y sus
pedestales y nos digan quiénes somos y lo que queremos. De esta férrea
composición son los grilletes del siglo XXI en la era postindustrializada: con
cerradura a prueba de ganzúas.
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