Lo humano ha ido conquistando
parcelas de la realidad mediante el uso de la palabra, siendo el lenguaje la
característica primordial de lo humanizado. Se deshumaniza a alguien cuando se
le despoja de su capacidad subjetiva, concretándose esta anulación en el amordazamiento
de su palabra. Disminuir su existencia hasta hacerle sentir nadie para el otro
es el castigo mayor que puede recibir el preso: la incomunicación.
Cuando en el dispositivo analítico se
posibilita un lugar donde llevar a cabo el despliegue de la palabra, el sujeto
en el uso de su capacidad para hablar abarca espacios no transitados que habían
caído en la periferia de su ser, limítrofes con la volatilización de su
discurso. Son estas marginalidades expulsadas al extrarradio de lo decible, las
que asaltan el consultorio y toman la palabra, en ocasiones para sorpresa del
locutor, que no sabe dónde poner lo que de su boca ha salido.
Ser desoído es desaparecer en la
inexistencia. Sin nadie que nos escuche, no podemos entrar en las redes del
lenguaje y sus intercambios, no alcanzando siquiera estatuto de sujetos. Es precisamente
el hecho de dar consentimiento a lo que se puede decir lo que causa alivio a
aquel que padece, pues es mediante el encadenamiento de ideas en forma de
lenguaje como se va trenzando una posibilidad novedosa que permita abrir la
hendidura de los decires ya consolidados, viejos y anquilosados; aquellos que
cristalizaron en un síntoma, ya sea de orden corporal o social.
Horadar el malestar apalabrando lo
doloroso sintomático —aquello que no se podía decir— es lo específico del proceso psicoanalítico; por
el contrario, es la represión, el silenciamiento lo que cierra el círculo de lo
mórbido, cancelando la posibilidad de ensanchar el camino discursivo. Todo tratamiento
arroja una palabra nueva, un trozo de real queda nombrado. Lo incognoscible
queda recortado, alcanzado por la palabra que a partir de ese momento entra en
los circuitos pulsionales, formando parte de los restos que podrán incorporarse
al cauce libidinal. Iluminar estas zonas angostas, haciéndolas visibles con el
foco de la atención y, posteriormente, de la palabra es función del análisis
que procura las herramientas necesarias para que la nube de la confusión ceda
ante el antinieblas de la lucidez del que se atreva a hablar.
La diferencia que arroja este enfoque
es de tal calado que produce una ruptura en la continuidad penumbrosa de lo
desconocido: brota una nueva verdad. Algo oculto resalta de entre la maraña de
decires. Será por tanto la aniquilación de la palabra nueva lo que sostenga lo
anterior, lo previo: la cadena perpetua que da lugar a la repetición. Cuando el
significante localiza eso que latía pero de lo que no se hablaba, y subraya con
su pronunciación lo novedoso, tiritan los cimientos de lo estipulado. La censura,
la duda, el bloqueo, la inhibición; la represión en suma en todas sus formas aparecerán
a imponer un silencio, puesto que esta nueva aparición no tiene cabida en los
estándares hasta el momento utilizados: han sido puestos en jaque los supuestos
básicos en que se sostenía la cultura, ahora resquebrajada.
Cada tiempo ha de hacer sitio a su
real, y el nuestro tiene que lidiar con las reivindicaciones de lo femenino. Ha
de ser nombrado por lo tanto aquello que durante siglos ha sido relegado: la
discriminación de la mujer por el hecho de ser mujer. La brecha salarial, el
techo de cristal, la mutilación genital, la violencia de género son los
sintagmas que la lucha contra el machismo en todas sus formas ha logrado
alumbrar.
Que la violencia de género es
violencia, es una redundancia de tal hondura que denota el intento de
borramiento del sujeto que la pronuncia. Y defender que todas las violencias
son iguales es un burdo modo de neutralizar el hecho diferenciador de haber sacado
a flote el pecio del menosprecio a la mujer a cargo del hombre a lo largo de la
historia. Cada violencia tiene su particularidad, por lo que se hace decisivo
alumbrar las zonas de desastre, ubicarlas con precisión en el mapa de la
agresión, y no arrojar cortinas de humo a lo que a golpe de pico y palabra,
vamos logrando arrancar de las fauces de la ignorancia.
Concretar los conflictos permitirá
abordarlos en toda su magnitud; anular, silenciar, escamotear los reductos que
la palabra ha logrado desenmascarar de las tinieblas de lo desconocido no puede
hacer desaparecer lo que ha brotado. Lo real se hace sentir: lo simbólico lo nombra. Pero solo se puede legislar sobre
lo que el lenguaje apalabra, de ahí que la forclusión sea el modo de intentar
hacer desaparecer el nombre, en este caso concreto, de un tipo de violencia.
Pretender llevar a cabo una regresión
a estados previos del desarrollo humano conlleva nefastas consecuencias y costes terribles en
cuestiones relativas al psiquismo; en el plano de lo político no es diferente. Recortar
las libertad de expresión mediante la operación quirúrgica de amputar los
significantes, no hará jamás desaparecer la violencia de género del real del
que ha manado.
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